mduritz escribe

Collage

Todas sus pertenencias caben apretujadas en un cajón del armario, amontonadas sin orden. Hay cosas conservadas desde cuando era pequeño mezcladas con otras recientes. No ha tenido un minuto para cogerlas y organizarlas. Y ahora que por fin tiene tiempo le da pereza, y tampoco le ve el sentido a hacerlo. Por eso, los souvenirs y juguetes de infancia conviven con ropa nueva. Y también con ropa vieja: una camisa que le regaló su padre, unos zapatos que heredó de su primo cuando éste murió, al caerle en la cabeza el macetero de albahaca que plantaba una vecina en el balcón; y también ropa comprada por ella, camisas de calidades diversas amarilleadas por el uso. Desliza la puerta del armario y la cierra, y coloca otra vez delante la estufa que la bloquea. Todo ese montón de objetos lo mira, ahora, sentada en la cama plegable de la salita. Saca el cajón de los rieles y lo coloca en el suelo, a sus pies. Con las dos manos coge un montoncito y lo pone a su lado, sobre la colcha. A muchas de las cosas no les presta atención, se las sabe de memoria. ¡Las ha visto tantas veces...! Ahora busca concretamente una, una boina de pana negra, que aún huele a él, una que usaba todos los días para salir a pasear por la huerta y a la que nunca quitó la etiqueta. Una vez la ve entre las otras cosas, la mujer se acerca a la boina y huele la tela. Duda un momento de si cortar la etiqueta, o conservarla, para no perder ni un detalle. Acto seguido se levanta, la lleva hasta el perchero, y la deja puesta imitando un caer casual, como si hubiera sido él mismo quien la hubiese colgado al entrar por la puerta. Después busca otras boinas, pero no encuentra ninguna. Vuelve a colocar el cajón en su sitio y estira los brazos. Se quita el batín y baja hasta el bar de su calle, donde, de vez en cuando, se pide un pequeño bocata de sobrasada. Después, se acerca al súper y compra croquetas.

Vuelve a casa, se pone de nuevo el batín y se encamina hacia el comedor para poner la mesa, pero, al pasar por su habitación, se fija en la bolsa en el suelo de la que sobresalen las camisas a cuadros que siempre le recuerda puestas, las que compraron juntos, encargadas a medida en esa costurería en la calle Manso. El tejido es de algodón, muy bueno, y los colores terrosos; todavía se aprecian sutiles manchas del uso. Deja las croquetas allí mismo, en el pasillo, y entra a la habitación para sacarlas. Desde pequeña, siempre ha guardado los regalos y recuerdos de todas las amigas que hacía. Incluso, cuando no tenía recuerdos, o no le habían regalado nada, les robaba alguna cosa y la guardaba. Ahora, cuelga una de esas chaquetas en el perchero, bajo la boina. Tiene que colgarla una, dos, tres veces, para que parezca natural.

De camino a la cocina descubre, debajo de un mueble, sus zapatillas de estar por casa, llenas de polvo. Unas zapatillas de color azul marino, cerradas, mullidas. Y dentro de ellas, quién sabe cómo todavía, dos arrugados calcetines. Lo deja todo bajo el perchero, bien colocado: arriba la boina, luego la camisa, abajo las zapatillas, como si todavía viviese. Baja de nuevo a la calle, a la cafetería donde a veces merienda. Pide un descafeinado y una magdalena, compra un cartón de leche y vuelve a casa. Enciende la tele. Cambia de canal, una y otra vez. No echan nada que le interese. Apaga la tele, coge el libro que tiene a medias desde hace una semana, busca el marcapáginas y empieza a leer. Al cabo de cinco minutos se da cuenta de que, como cada vez que lo intenta desde los últimos días, no se fija en nada de lo que lee. Deja el libro sobre la mesilla, y entonces ve, en un rincón, el libro que él leía. Lo abre por la página doblada: «Tal y como ya hemos visto, la frecuencia de las letras que aparecen en el pictograma proporciona pistas muy valiosas a quien quiera resolverlo». Lee el inicio de la siguiente página -sólo una frase-, pasa rápido las páginas y nota su olor combinado con el del libro viejo. Va hacia el perchero, y mete el libro dentro de uno de los bolsillos de la camisa. Cuando lo hace, encuentra unas gafas en ese mismo bolsillo, que coloca bajo la boina, haciendo equilibrios en el colgador, a la altura donde estarían los ojos, pero no consigue mantenerlas rectas. Se pone el abrigo y se arregla el pelo.

Baja a la calle, al bazar de la manzana de al lado, para comprar superglue. De camino, justo antes de llegar a los contenedores, ve a un hombre, con un carro al lado, que con un palo remueve la basura, y saca de ella un pantalón que reconoce. Es un hombre con la cara enmascarada. ¿Cuándo se habrá duchado por última vez? Agarra con una mano el pantalón que cuelga del palo del hombre. —Es mío, lo he tirado sin querer. El hombre, cuando lo dice, la mira con desconfianza. La mira a ella, mira el pantalón. ¡Madre de Dios!, piensa la mujer, con esas manazas sucias hasta el pantalón, que no está lavado, parece limpio. El hombre deja que coja la prenda. La mujer va hacia el bazar y compra el pegamento, y después vuelve a casa. ¿Y ahora? A completarlo. Cuelga el pantalón bajo la camisa y pega el canto de las gafas a la boina. Ha quedado perfecto, pero parece que falta algo.

En su habitación, saca de la cama de matrimonio los cojines que usaba él, los del lado derecho. Cree que no queda nada más, pero registra un poco para ver si encuentra algo. ¿Quizás algunos pañuelos usados en los cajones? Sí, unos cuantos, y también ve una corbata. Lo coge todo, se quita el batín, se recoge el pelo que le cae sobre la frente. Tarda un poco, porque tiene sólo un coletero y un gancho y cada vez se escapa un mechón. Finalmente lo consigue. Agarra todas las prendas y las lleva hasta el comedor. Introduce los cojines en la ropa, apoyando el armatoste en una silla y utilizando pañuelos para rellenar los huecos, y anuda la corbata. Satisfecha por el trabajo bien hecho, se sacude las manos, va hasta la cafetería de la calle Balmes y pide un café muy corto con una copita de anís. Después pasa por el bazar, compra otro par de envases de pegamento, vuelve a casa, se quita el abrigo, se pone el batín y se sienta frente a la tele. Cambia de canal una vez y otra y entonces, al ver un anuncio en el que la fundación correspondiente pide a los espectadores que marquen en su declaración de la renta la casilla de la iglesia, se acuerda de que, por sus bodas de plata, su hijo les regaló sendos colgantes de cruces, de la joyería de la calle Manso, grabados con la fecha y sus nombres. ¿Dónde estará el de él? Lo busca en la mesilla, en el cajón de las camisetas, pero no está. Perdido entre su ropa encuentra, eso sí, el colgante de ella, que deja momentáneamente en el suelo, porque ahora lo que le interesa es encontrar el de él. Busca en los otros cajones: el de la ropa interior, el de las medias, el de los calcetines; encuentra un par de anillos, que deja al lado de su colgante. Busca en los estantes superiores, entre las mantas y los edredones, entre los jerséis y la caja donde guarda los relojes. De esta caja coge uno, que añade a los anillos y al collar. Encuentra lo que queda del colgante en la cocina, en una pequeña bolsita donde están por un lado la cruz y por otro la cadena, desengarzada. No recordaba que se hubiera partido. Usando el pegamento, engarza de nuevo la cadena y cuelga la cruz. Cuando está de nuevo completa, se encamina hacia el comedor, y le coloca el colgante al bulto hecho de ropa y sábanas. Limpia la mesa de pegamento y duda de si bajar a la cafetería, decide que no, y vuelve directamente al comedor, rumiando sobre si está siendo lo suficientemente rigurosa.

Decide que no. Se arregla otra vez el recogido del pelo y se planta delante de la silla en la que ha sentado al bulto, del que retira la corbata y el colgante. Trae aguja e hilo y con precisión frunce un extremo de la almohada con aguja e hilo para separar la cabeza del cuerpo. Cuando tienen la forma correcta, vuelve a coger el colgante y lo desliza por el cuello. Nada más acabar, sigue con las manos. Usando el pegamento, la aguja y el hilo, frunce, cose y une los trapos que contienen las mangas hasta que dos manos con sus cinco dedos sobresalen, bien definidas, del interior de las mangas. También apaña la articulación del codo. Una por una fabrica todas las extremidades, las viste, y al acabar le pone los zapatos. Cuando acaba, baja a la cafetería de la calle Balmes y se toma un cacaolat con un susús mientras observa los coches, que circulan todos haciendo sonar el cláxon. Después vuelve a casa, se pone el batín, se recoge el pelo, se bebe un vaso de agua y rebusca en el desagüe del baño, sacando todos los pelos marrones, tan distintos a los rubios largos de ella. Los junta, los peina, y les da un poco de aire caliente con secador. Usando el superglue, los pega en la cabeza de la almohada. Tiene que hacerlo en dos tandas. Después hace cuatro viajes más al cuarto de baño para buscar, sacar y pegar todo el pelo que pueda encontrar en los cajones. Cuando se acaba el pelo marrón, utiliza el de ella; al fin y al cabo, alguna partícula -aunque sea microscópica- se habrá quedado pegada.

En la cafetería de la calle Balmes pide un plato: patatas con huevo frito y tomate en rodajas. Vuelve a casa, se quita el abrigo, se pone el delantal, y va a buscar el aspirador. Aspira todas las habitaciones a conciencia, y, cuando ha terminado, abre la bolsa con unas tijeras. Busca entre el polvo y la suciedad pelos, uñas mordidas, pestañas o incluso costras. No importa de quién sean, suyas o de él; es suficiente el haber tenido contacto. Utiliza las últimas gotas de pegamento para formar las uñas. Cuando se acaban los restos, usa el cortauñas para cortarse las suyas. Baja de nuevo a la calle para ir al bazar a comprar superglue. Están a punto de cerrar, ya es de noche y se encuentra a un vecino que le dice «Buenas noches» mientras mira fijamente las dos bolsas llenas de envases de pegamento. Se acerca a la cafetería de la calle Balmes, pero ya han bajado la persiana metálica y han apagado las luces. Dentro trabajan: colocan las sillas sobre las mesas, barren, friegan. Vuelve a casa, se hace un café, abre el cajón del sinfonier donde guarda una caja metálica y saca de ella una dentadura vieja; con un cúter abre una brecha en la cara de la almohada, la moldea como una boca, y mete los dientes. Los fija con superglue. Piensa: «igual no son horas para dar tanto tumbo por casa y hacer ruido». Pero no quiere esperar a mañana, quiere que esté listo para cuando se vayan a ir a dormir. Cuando acaba de añadir todos los restos orgánicos que quedaban, se sienta en una silla frente a él y contempla la cara sin ojos, las manos, las piernas; la luz de las farolas penetra en la casa y le ilumina de espaldas. Es domingo, y, por eso, ya todo está en silencio. La escalera, los otros pisos, la calle. Todo el mundo estará ya durmiendo. Se lleva las manos al bolsillo del batín y juguetea con las tijeras. Las saca, y, con la punta más afilada, se rasca la piel del pulgar donde empieza la uña. Cuando finalmente consigue hacer una incisión, deja las tijeras, y, con la otra mano, arranca poco a poco trozos de piel, que pega con superglue en los lugares correspondientes. De vez en cuando, se seca la sangre con el batín.

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Este texto es un ejercicio de intertextualidad para el taller de novela de Billar de letras. Es una copia adaptada del relato «Dissabte», por Quim Monzò, mezclado con la idea del relato «Pelos de perro» de Lydia Davis.

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