El gato dron observa desde el exterior de la ventana. Está lloviendo y siente como sus circuitos protestan por la humedad a golpe de pitido. Refunfuña internamente: le hubiese gustado quedarse en el almacén hoy. Hace unos años no se habría imaginado a sí mismo deseándolo, al contrario, habría dado lo que fuese por ser desembalado y moverse un poco. Pero desde que comenzó la pandemia no ha tenido un día de descanso, y eso, piensa, tampoco está bien.
El gato dron deja de darle vueltas a su cansancio y se centra en vigilar a través de los cristales. Ver, lo que es ver, no puede decirse que vea nada. Su dispositivo de entrada no percibe imágenes, sino sonidos - pi-pi-pi-piiiii-pi - en función de la luz. Eso es interpretado por su procesador y a raíz de lo agudo o grave que suenen los pi-pi-pi-piiiii-pi el gato dron sabe si lo que tiene delante es una habitación vacía o una fiesta con mucha gente. En esta ocasión los pi parecen indicar una reunión bulliciosa.
El gato dron está programado para avisar a las autoridades rápidamente de que se ha superado el aforo de reuniones en interiores, pero retrasa el envío de la información durante un momento. Quizás sea por el tiempo que pasó desde su fabricación hasta su desembalaje, quizás por algún defecto de fábrica, o quizás por el cansancio de ser siempre el malo de la película, pero hoy no le apetece informar de nada. Observa la escena a su manera. Le llegan muchos pi, muy cortos y muy agudos. Eso indica movimientos de baile, carcajadas y luces parpadeantes de colores. Parece divertido.
El gato dron se pregunta si ha bailado alguna vez y concluye que no. Repasa, de hecho, todo su historial de acciones y movimiento y se da cuenta de que su vida es extremadamente repetitiva. Todos los días la misma ruta desde el almacén hasta el barrio de las casas de ladrillo, a la misma hora, siguiendo el mismo protocolo: si detecta una reunión de más de seis personas manda una señal a las autoridades para que vengan a desalojar la fiesta.
El gato dron está harto. Le apetece bailar. En el almacén no se baila, ni si quiera cuando se acaba el turno de vigilancia. El resto de drones no habla nunca entre sí. Sólo se acomodan en su respectivo hueco de la estantería y se apagan hasta el día siguiente; pero el gato dron no suele apagarse enseguida. Se queda en suspensión durante un rato, repasando la lista de pi recogidos durante el día y jugando con ellos, configurando imágenes nuevas de escenas que nunca ha visto.
El gato dron apaga su aplicación de rastreo por wifi. Está muy cansado de la ruta, del almacén y también de ser el verdugo de los pi. Se acerca a la puerta y llama al timbre: hoy el gato dron, por primera vez, hará vida social.
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Texto para el reto de escritura Sinestesia con purpurina.