mduritz escribe

Luto

El verano de 1990 lo pasé en casa de mi abuela. Esa casa ya no existe, pero cuando existía era grande. Grande y fría como un témpano. Incluso en los meses más cálidos, de vez en cuando, una brisa gélida nacida de entre las paredes reptaba a ras del suelo y te mordía los pies.

Yo apenas conocía a esa señora. Mis padres tuvieron que irse fuera por un tiempo, y me dejaron al amparo de quien para mí era una extraña que deambulaba por las habitaciones en silencio arrastrando los pies. Olía a madera vieja; un olor que lo impregnaba todo, todas las habitaciones, las cortinas, la ropa. Incluso la comida que cocinaba tenía, al final del bocado, un regusto a podredumbre. Siempre llevaba el pelo fino amarrado en un moño blanco, y vestía de riguroso negro. Sus ojos oscuros y hundidos eran un abismo que miraba sin ver, concentrados siempre en algo que yo no era capaz de percibir. No salía nunca. No hablaba.

Aquellos meses los pasé, sin contar con la presencia espectral de mi abuela, solo. Me refugiaba de los niños del pueblo dentro de la casa, cepillando el pelo de las dos muñecas que siempre llevaba a cuestas dentro de una caja de madera, y cuyo descubrimiento por su parte había sido motivo bastante para lanzarme piedras. Solía imaginarme a mí mismo llevando el pelo largo, como ellas, y peinándolo, deshaciendo nudos, dejándolo suave. Pero el único cepillo que me estaba permitido era el nombre del corte. El barbero al que solía llevarme mi padre me sentaba en el sillón giratorio de cuero y me preguntaba: «¿A cepillo?» Y mi padre respondía por mí: «A cepillo». El único alivio que encontraba ante esa rigidez eran las muñecas. Les ponía vestidos, les cantaba canciones, susurrando para que no me escuchase mi abuela. Su exigencia en cuanto al silencio era tal que si desde la calle se oía algo parecido a la música, ella cerraba las ventanas. Solo una vez, al principio del verano, silbé; vino por detrás, me cogió de la nuca y me tapó la boca, chistando. Me dijo, con la voz rugosa por el desuso, que en esa casa se guardaba luto. Yo no tenía la obligación de vestir de negro, y mi pelo cortado al ras no necesitaba recogerse, pero no debía cantar. Para mí, la única norma era el silencio. Mientras la cumpliese, detrás de la puerta de mi habitación, era libre. Allí, el mundo exterior no existía, salvo la porción de mundo que incumbía al sonido de los pasos de esa anciana callada y rara, ruido de pies arrastrando, metiéndose en mi cuarto por las rendijas, sonando como si un animal escuálido arañase una puerta.

Una de esas tardes de soledad y refugio salí del cuarto para beber agua. Camino de la cocina vi, por el rabillo del ojo, la habitación de mi abuela tras la puerta abierta, y un relámpago frío y sordo me recorrió la espalda. Una mujer menuda de largo cabello blanco yacía de pie en medio del cuarto, de perfil. Contemplaba en silencio un gran arcón que llegaba hasta el techo, un armario de madera negra como un gran féretro, apoyado en una de las paredes de cal. Vestía solamente un camisón blanco, parecía casi translúcida, un espíritu. No pude contener el sobresalto y esa mujer, al oírme, se giró hacia mí. Me vio, sus ojos hundidos me miraron y me vieron, como no me habían visto desde que llegué al pueblo: aquellos eran los ojos de mi abuela, que permanecía allí clavada vestida sólo con el camisón. Y la oscuridad que moraba en las cuencas de sus ojos, aquel abismo, me interrogaba. Salí corriendo. Tras mi espalda, escuché el crujir de la puerta al cerrarse, atrapando el misterio. ¿Qué había en ese armario? Mi abuela, en la intimidad de su cuarto, despojada de ese luto de esparto, miraba algo.

Ese armario y su contenido, desde entonces, me persiguieron. Cuando cruzaba hacia la cocina, cuando me encerraba en mi cuarto, de día, de noche, en sueños: soñaba con un animal arañando las puertas del armario por dentro, soñaba con una persona de ojos muertos devolviéndole la mirada a mi abuela desde el fondo del arcón. Pesadillas. Sudor. Empecé a caminar más deprisa al pasar por delante de su puerta, a girar la cabeza para no verla. Pero, al mismo tiempo, me sentía fascinado por aquello que latía en ese armario. Aquello que se volvía más y más grande, más y más extraño cada vez que lo pensaba, que desarrollaba brazos y manos, decenas de ojos, que se estiraba como un gusano y se volvía un cadáver purulento y después se transformaba un puñado de huesos y una voz sin cuerpo. Me repelía y me obsesionaba. Quería evitarlo a toda costa y quería verlo.

Una mañana, escuché los pasos de la señora rascando el suelo en dirección al patio. Sólo salía a ese sitio para lavar la ropa y tenderla, lo que le llevaba bastante tiempo. Abrí la puerta de mi cuarto y miré en dirección a la suya. Estaba entreabierta. Podía intuir la forma del armario negro. Parecía que me llamaba.

Fui de puntillas. Entré, mirando de reojo a mis espaldas todo el tiempo. Allí estaba, cerrado y enorme. Su presencia parecía abarcar todo el cuarto. El olor a madera vieja se concentraba allí, atrapándome en una atmósfera densa que circulaba por mis pulmones a duras penas. Una brisa congelada me arañó los pies y el armario crujió. Una de sus puertas tenía una llave colgando de un paño lleno de polvo; acerqué la mano para agarrarla. Estaba helada, y pesaba. Despacio, la giré, y escuché un leve ruido que venía de dentro, como de cristal chocando, como de canicas, y un roce de tela. Entreabrí la puerta. Algo se movió en el interior oscuro. Una mano fría me agarró del hombro.

Grité. Otra mano me agarró la cara y me obligó a mirar hacia arriba. Vi a mi abuela. Se llevó un dedo a los labios y me chistó. Me miraba con sus ojos negros desde el fondo de las cuencas hundidas, y, como el día en que la descubrí en camisón en ese mismo lugar, me veía. Entonces apartó la mirada, y sus manos pequeñas me hicieron a un lado, con fuerza, antes de soltarme. Abrió del todo. Algo volvió a moverse allí dentro. Mi abuela apartó la ropa con uno de sus brazos, descubriendo el fondo del armario. Había un espejo. Un espejo y un peine.

Me vi a mí mismo en el interior del armario, reflejado en el espejo, y al lado mi abuela, menuda. Nos miré a los dos dentro de aquella caja, y también vi cómo ella levantaba los brazos y se deshacía el moño, dejándose el pelo suelto; pelo fino y frágil, como el de mis muñecas, pero blanco y nudoso.

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Comments
  1. Cervunu — Nov 18, 2023:

    Mmm… Este relato huele a moho :) No recuerdo muy bien si en su día hablaste por M de que te incomodaban los selfies o los espejos. Quizás ambos. En ese sentido relaciono este relato con el anterior (Voyeur). Nuestra mirada está condicionada y «vernos», realmente, produce miedo. Cuando estoy en la ciudad me miró al espejo con cierta regularidad, pero de forma superficial; sin embargo, en la cabaña me puedo pasar el día sin hacerlo. Aquí nadie me va a ver. Entonces, ¿para qué mirarme? En cualquier caso, siento la misma incomodidad si aguanto la mirada ante el espejo, ya sea en la ciudad o el monte. Me siento extraño y vulnerable.Puede haber cariño (autocuidado) al dedicarnos ese gesto. Puede ser un ejercicio. Puede ser muchas cosas. Pero… ¡JODER!