mduritz escribe

Pato-cuac

Pato-cuac dice en voz alta su mote y lo repite, intentando que pierda efecto, que deje de ser un insulto y se transforme en otra cosa, en una palabra normal: pato-cuac, patocuac, patocuac, putapato cuac cuac. Lo hace durante todo el camino hacia su casa desde el instituto, sin demasiado éxito. La ristra de cuacs se clava en su tráquea como una fila de agujas. Entonces piensa en lo poco que falta para su cumpleaños.

Da un rodeo para pasar por la alberca, recorrer ese camino amplio y repleto de árboles, coloridos insectos de zumbido amable, un cielo azul de golondrinas migrando. Disfruta por un momento del oasis de sosiego campestre antes de llegar a casa. Convivir con seis hermanos es una experiencia acústica abrumadora, como poco. También se han reído de ella por ser del opus y familia numerosa, numerosísima. Como si hubiera tenido elección. Aunque lo del opus es secundario. Lo verdaderamente chungo es lo del labio.

Pato-cuac es la pequeña. Antes de ella, su madre dio a luz a un rosario de niños perfectos, rubios, sanos y estupendos de ecografías inmaculadas y partos fáciles, de orgullo en bautizo. Ella, sin embargo. Tardó mucho. Salió rara. Una hendidura partía su labio en dos y deformaba su llanto infantil, convirtiéndolo en algo grotesco. Labio leporino. Vergüenza familiar. Cirugía a los tres meses de vida. Anestesia, puntos, cicatrización. Ahora, con quince años, el eco de una herida quirúrgica le abomba el labio superior y se convierte en insulto: labio raro, pareces un pato, patocuac, patoputapato puta cuac cuac cuac cuac. Falta una semana, falta sólo una semana para el principio del fin, piensa. Una semana para su cumpleaños. Cuando cumpla los dieciséis, el viernes que viene, se hará la cirugía estética, su madre le ha firmado una autorización, tiene la cita para ese mismo día. Es su regalo de cumpleaños. Y entonces se transformará. Se acabará el tormento. Piensa que podría ser incluso guapa, aspirar a estás buena, se conformaría con mona; no más puta ni pato ni cuac.

Esa semana pasa como pasan las horas, de tan lenta inmóvil, exasperante y elástica, estirándose como un chicle recién abierto, un engaño al hambre hasta que suene el timbre. No se concentra en clase ni hace los deberes, se hace selfies y les pone filtro, elige la ropa que se pondrá el día de la cirugía y también el día en que vuelva al insti y aparezca en la puerta de clase con labios normales, bonitos: su vestido blanco con medias negras. El pelo suelto. El collar de plata. Será perfecto.

Llega el viernes y la ex-quinceañera entra por la puerta escuchando cuacs, como todos los demás, pero no le importa. Hoy no le importa, no le importa nada más que la certeza de que, al fin, va a ser normal, incluso guapa. La certeza de que la querrá todo el mundo.

Durante las primeras horas de la mañana no deja de mirar el reloj. Está nerviosa, le pica todo. El vestido es nuevo, de lana fina, y no lleva camiseta interior. Se rasca los brazos y mira el reloj. Las once y media.

Hacia las doce, el picor se ha vuelto insoportable. Ha escuchado una voz en las filas de atrás diciendo la patocuac tiene pulgas. Se preocupa, no quiere que nada le estropee el día, no quiere tener una reacción cutánea —no es alérgica a la lana, pero quién sabe— que retrase la cirugía; hoy es el día de su transformación. Pero el picor se convierte en dolor y se extiende por todo su cuerpo: la piel le arde, como una herida. Quizás se ha hecho sangre de tanto rascarse, piensa. Se sube las mangas. Se mira los brazos y no puede creer lo que está viendo. Cientos de pequeñas plumas le atraviesan la piel, que sangra al ser atravesada por los cañones duros. Oye cómo su compañera de pupitre chilla, pero ella es incapaz de moverse o hablar, solamente observa cómo las plumas crecen. Sucede rápido. Crecen veloces como la aguja del segundero. Todo el mundo se levanta de sus sillas. La clase al completo grita, profesora incluida. Ella siente cómo filas y más filas de plumas se le clavan en la piel, desde dentro, como alfileres, saltando a la comba con el umbral del dolor. Le hace daño todo el cuerpo, ya no sólo la piel, le duele adentro, le duelen los músculos y los huesos. Intenta levantarse y se cae de la silla, intenta gritar, pero no puede; sus pies se han encogido y atrofiado y ahora son patas palmeadas. La forma de su garganta, ahora larga, tan larga que no puede soportar el peso de su cabeza, no le permite emitir más que un ruido sordo, como el de una bocina escacharrada. Alguien ha hecho sonar la alarma antiincendios. Ella se arrastra por el suelo mientras su cabeza se encoge y sus ojos se vuelven negros y su boca un pico que, abierto, deja ver una hilera de dientes afilados como sierras.

Al cabo de unos minutos, la transformación está completa. Un gran cisne blanco, como un dinosaurio feroz decorado con perlas, abre las alas y revolotea dentro del aula. Los alumnos huyen, se alejan por el pasillo.

Pato-cuac aletea cerca de las ventanas. Una de ellas está entreabierta; el pestillo está flojo. Hace fuerza con su cuerpo para abrirla del todo. Contempla el cielo azul, el paraíso migratorio alfombrado de golondrinas, y alza el vuelo para unirse a ellas.

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