mduritz escribe

Un perro

Deseaba tanto tener un perro que incluso ladraba. Me arrastraba a cuatro patas por el patio del colegio fingiendo ser el animal simpático que en mis fantasías me acompañaba a todas partes, moviendo su cola como un metrónomo, ladrando canciones de amor incondicional, convirtiendo la vida solitaria de una niña sin hermanos en una aventura fantástica. Cada tarde gris un juego, cada palo una fuente de infinitas posibilidades. Mi madre cosía rodilleras en mis pantalones, rotos por la fricción con el suelo. Todos los años, sin excepción, desde los cinco hasta los doce, escribí una carta a mis padres rogando por un compinche de orejas caídas y ojos curiosos, esgrimiendo mis mejores argumentos en la que siempre resultaba ser una batalla perdida; ellos tenían el arma definitiva, el pesado martillo de la autoridad: su negativa era implacable. Mientras viviera bajo su techo, bla, bla, bla. A los trece desistí. Harta de darme golpes de cabeza contra la palabra NO, dejé de suplicar y busqué alternativas. El rudimentario internet de los primeros 2000 me regaló la web de una asociación de mi pueblo que rescataba perritos abandonados y les buscaba un hogar. Tenían un local en las afueras que habían convertido en refugio, y andaban faltos de manos voluntarias que alimentaran y acariciaran a los candidatos a mascota de alguien mientras siguieran allí. Empecé a ir todas las tardes. No podría tener un perro, pero podía medio-tener diez, a veces uno más y a veces uno menos, dependiendo del momento. Durante un tiempo, aquello funcionó. Sació mi sed de compañía canina, de adoración babeante; salía corriendo del instituto para reencontrarme con Lasi, Chocho, Babalá, Charlie y todos los demás lo antes posible, cosa que a mis padres les molestaba bastante. Descuidar los estudios por unos perros era, a sus ojos, una decisión pésima, y convertían la casa en una trinchera. Visto con perspectiva, creo que nunca llegaron a entender nada. Mi familia canina, por el contrario, me recibía con entusiasmo y gemía lastimeramente cuando tenía que irme. Había aprendido a comunicarme con ellos, a interpretar su idioma sin palabras. Me decían: «por favor, quédate con nosotros». Y yo me sentía tan bien en su compañía que ansiaba corresponder a sus ruegos de una forma cada vez más intensa. Una tarde llamé a mis padres para decir que dormiría en casa de una amiga; y lo cierto es que no mentí. Aquel fue el último día que supieron de mí. Al abrigo de esa noche veraniega de principios de junio, de cielo amplio y lleno de estrellas, me recosté con Lasi al fondo de su jaula y me abracé a ella, quedándome dormida al instante, mecida por su jadeo. Me despertaron los voluntarios de la mañana, hablando con voces que reconocí, aunque usando palabras ininteligibles. Olí su sorpresa, pero no capté ira ni rabia ni miedo, y eso me tranquilizó. Abrieron la jaula, acercaron su mano a mi hocico, y yo lamí sus dedos.

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Majorette, por Gregory Jacobsen

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