Podrás verla en el baño, si te atreves. No digo que tengas que ser valiente para mirarla. Pero un montón de gente suele apartar la vista, como si les escociera, como si sus facciones fueran una herida abierta, como si sólo con verla pudieran volverse locos. También hay quien, con descaro morboso y poca vergüenza, le clava los ojos hasta incomodarla. Pasa constantemente. ¿Vas a ser de los primeros, o de los segundos?
De los segundos, pues.
Tú mismo.
Será julio. Un domingo por la tarde, tedioso y húmedo, un domingo de esos largos lleno de horas muertas, y estará sola. Normalmente cierra las ventanas y echa las cortinas. Pero ese día será tan caluroso que temerá freírse en su propio sudor como si fuese aceite, y la habrá dejado abierta. La verás mirándose en el espejo, apoyada en el lavabo.
Al principio no sabrás qué es, pero entonces se moverá. Será ella. Llegado el momento, no te asustes, y contén tu aspaviento, idiota. Deposita tu mirada con delicadeza.
Su cabeza tendrá forma de tubérculo. Uno de los que descartan antes de venderlos, porque, si llegase a la tienda, no lo compraría nadie. Bultos, recovecos, nódulos y túmulos se apilarán hasta formar lo que, con un poco de imaginación, podrás reconocer como un cuerpo. Si mirases más de cerca, y no estoy segura de que vayas a poder hacerlo sin llamar su atención, verías en los surcos de su piel las huellas dactilares de todas las personas que le han tocado alguna vez. Su carne, para los demás, es como plastilina.
Ese hundimiento que verás en la mejilla se lo ha hecho su exnovio. No sabía que tenía tanta fuerza y no es que hubiese planeado hacerle daño, sólo se enfureció —le pasaba a menudo— porque, en sus palabras, «no podía soportar que fuera tan blanda». No es como si la hubiese elegido precisamente por eso. Culpa suya fueron también las depresiones en el antebrazo y la cavidad en el pecho. Verás cómo se lo acaricia. Cómo se aprieta los bordes. Cómo hace fuerza y se le enrojece el cuello, pero la carne no cede ante sus propias manos. La verás llorar. Por el lagrimal izquierdo, el derecho está obstruido. ¿Has tenido suficiente?
¿No?
Bueno.
Lo del gemelo derecho es más luminoso. Lo verás al cabo de un rato. Te parecerá un tatuaje, pero en realidad son surcos. Una talla bonita de unas golondrinas. Su amiga Berta es artista. Fue una tarde divertida. Habían fumado, usaron un cuchillo de madera. Vas a preguntarte si le duele, ¿verdad? Te veo venir. Te respondo ya, para que lo sepas y no le molestes. Claro que le duele. Pero usaron hielo para adormecer la zona. También son buenos recuerdos lo alargado de sus tetas y las nalgas hacia adentro. La orografía estriada del cuello, sus manos en forma de reloj de arena y el torso cóncavo. Ese cuerpo irregular y torcido también ha recibido amor. Ella estará intentando ese día creerse que lo merece, pero vas a verla tratando de moldearse a sí misma y no puede. No podrá, no todavía, le hará falta más tiempo.
Un día, su carne será compacta en manos ajenas y laxa en las suyas y pasará horas en silencio tocando las zonas hundidas para moldearlas. Las querrá como antaño, lisas como lo eran antes. No lo conseguirá del todo, claro. Es imposible hacer eso. Pero el domingo del mes de julio en que tu mirada se cuele por la ventana del baño, en que su dolor será tu espectáculo, su cara en el espejo le parecerá la de un monstruo. No es muy distinta a las demás chicas de veinte años en ese sentido. Tampoco ayuda mucho que la miren todo el rato.
Uuuu… Me ha gustado mucho. «…verías en los surcos de su piel las huellas dactilares de todas las personas que le han tocado alguna vez». Ahí es cuando te estremeces. Y piensas que solo la mirada o las expectativas ajenas bastan para crear esas huellas y surcos. Luego ya acabas con el «No es muy distinta a las demás chicas de veinte años en ese sentido», pero sabes que el proceso empieza mucho antes. La carne se ablanda con el primer «qué guapa eres» y así se prepara poco a poco para el moldeado.